(cómo se nota que en finde hay más tiempo para el foro!

aquí van mis impresiones sobre
Joyas)
¡Qué difícil es escribir sobre
Las joyas de la Castafiore! Es una obra tan rica y original, que al destacar unos aspectos por fuerza se oscurecen otros, y por ello, como pasa con todas las obras maestras (en cualquier arte), nada puede dar idea de cómo es en realidad, salvo la experiencia insustituible de sumergirse en ella. Recuerdo muy bien la primera vez que leí
Joyas: tendría yo unos once años, la luz clarísima y alegre de un bello sol de mayo (precisamente) caía sobre mi cuerpo tendido en la cama, y me disponía a iniciar una nueva y prometedora aventura de Tintín y sus amigos. El Capitán tenía razón, nada como llenarse los pulmones con el aire sano de un paseo campestre en mitad de mayo; nunca pareció más agradable ese bosquecillo de Moulinsart, ni más verde y acogedor el parque del castillo.
La historia comienza un 16 de mayo (esto lo sabremos enseguida), y según mis cálculos (las elipsis del álbum son bastante precisas) se termina un 24 o 25 de junio. Asistiremos, pues, a unas pocas semanas, pero no unas pocas semanas cualesquiera, en la vida cotidiana de nuestros amigos de Moulinsart. La historia comienza y termina (esto ya lo señaló Sadoul) bajo el signo de la urraca, que en un rasgo de genio preside discretamente la primera viñeta, sin que nadie acierte de pronto a comprender que en verdad se trata de la clave del enigma. Mayo en Moulinsart aún es algo fresco, y por eso cuando el Capitán sale de paseo se lleva la chaqueta, y Tintín, que le acompaña, una cazadora (como de aviador) que no le habíamos visto antes. Hergé pone a prueba nuestros prejuicios y nuestra buena voluntad introduciéndonos enseguida en uno de los temas de su relato: la vida nómada y alternativa de los gitanos, esos grandes desconocidos. Visceral, el Capitán acaba de asustar a una gitanilla que se había extraviado en el bosque, pero Tintín y él la acompañan con los suyos, y allí se enfrentan a los recelos de un joven poco amigo de los “payos” y a las profecías (bastante acertadas, como es habitual en Hergé, ese amigo de lo “paranormal”) de una anciana adivinadora. Los detalles de ambientación, los carromatos, el vestuario, los tipos humanos del poblado gitano me parecen muy bien conseguidos, y de muy buen gusto. La hombría de bien del Capitán le lleva a invitar a los gitanos a un prado que forma parte de la propiedad del castillo: la policía sólo les había dejado acampar en el vertedero de la localidad, pero la generosidad del Capitán, de la que Tintín se siente muy orgulloso, será pronto incomprendida (por la policía local, por Néstor, por los Hernández y Fernández). ¿Cómo acusar – por cierto – de racismo a Hergé? Creo que en esta aventura (o anti-aventura) su posición está clara, y además parece sincera.
Cuando nuestros amigos regresan al castillo, se nos introduce el gran hilo conductor cómico (o tragicómico) del relato: el pedazo de escalón roto, un peligro curiosamente selectivo, que por lo pronto sirve convenientemente al travieso narrador para inmovilizar al Capitán cuando se disponía a partir de viaje para escapar de la inminente visita de la Castafiore. Despiste magistral con la lectura primeramente incompleta de la carta en que la gran dama anuncia su llegada. Nos habría gustado acompañar al Capitán a Italia, pero se trata de un falso arranque de aventura: el esguince, después de tantas peripecias vividas por medio mundo, como suele suceder, surge donde menos se lo espera. En la misma página (la 8), el pobre Capitán ve reducida drásticamente su libertad por una lesión inmovilizante y por la intrusión de la Castafiore (que se toma muchas confianzas al invitarse por las buenas) y su
trouppe. Comienza la locura. Podemos ir anotando: los modelitos a medio camino entre la elegancia
chic y el
kitsch autocaricaturesco de la gran diva; las delirantes versiones del nombre de Haddock; las interferencias en todos los procesos de comunicación del parlanchín e irritante Coco (otro loro de mal agüero, como los del
Congo, la
Oreja,
e tutti quanti). Durante esta aventura conoceremos mejor al “ruiseñor milanés”: las limitaciones de su cultura (no muy ducha en muebles antiguos, ni en reyes de Francia, p. 11, ni buena oradora, p. 32), practica con agrado los primeros auxilios – preferentemente en la persona del Capitán, su víctima propiciatoria (pp. 10 y 24), se sirve de las célebres joyas como símbolo parlante y elemento de afirmación personal (¿por qué si no las lleva consigo cuando recibe a los chicos de la TV, si no fuera para que le “den suerte” de cara a la inminente actuación?, pp. 31 y 39; ¿alguna vez habrá usado la famosa esmeralda para algo más que para admirarla antes de entrar en el baño?, p. 44), pero luego en el día a día prefiere lucir bisutería, aunque de una prestigiosa firma, eso sí (p. 25); de humor variable, es capaz de recriminar al Capitán por dejar entrar en su casa a cualquiera sin invitación (gracias a eso está ella allí, p. 42), de creerse distraída (p. 52) y al mismo tiempo ser la única que se salva del peldaño traicionero (p. 41), de declararse harta de entrevistas (p. 11) para acto seguido concederle una a un medio de su gusto (p. 19). Todo un personaje. Se diría que Hergé ha disfrutado desarrollándolo, y que no necesitaba las peticiones populares de los lectores que le sugerían para ella un lugar más destacado en su obra. Dedicarle una historia a la Castafiore es un acierto rotundo, y permite repasar las otras apariciones del “ruiseñor” en las aventuras de Tintín bajo una luz distinta. Un jugo delicioso, en su punto, bien exprimido.
Los motivos de la comedia se entremezclan con un ritmo muy bien encadenado: las visitas de Latón, a quien ya era hora de que alguien pensara alguna vez en dar con la puerta en las narices, las excusas del perezoso marmolista (siempre demasiado ocupado para pasarse por el castillo a cumplir el encargo, pero dispuesto a hacerlo como miembro de una banda musical de aficionados), las ocupaciones botánicas de Tornasol, galante piropeador de damas y grandes pintoras, los estragos de la prensa, la torpeza de nuestros queridos detectives, y todo ello aderezado, en una medida muy justa y cuidada, con una intriga – o falsa intriga – que se insinúa (los intrusos en el parque del castillo, los pasos en el desván y bajo la ventana de la Castafiore), se desata (el “audaz robo” durante el apagón, la huida del misterioso fotógrafo a quien nadie conocía), se rectifica (la falsa alarma precedida de tantos indicios razonables), se vuelve a insinuar por otro camino (con la desaparición de las tijeritas doradas de la pobre Irma) y se redefine en términos más modestos, más concretos (no todas las joyas desaparecen, sólo la más famosa de ellas). Hergé siembra pistas falsas, dosifica el relato, nos da sobre la marcha un curso de prestidigitación a velocidad real, dejando al descubierto primeramente los mecanismos de la creación de sospecha cuando se revela que no condujeron a una amenaza real (los intrusos eran simples
paparazzi de
Tempo di Roma, el robo nunca existió, los Hernández y Fernández se hacen portavoces de la irritación o decepción que pudieran sentir los lectores por haber sido engañados). Pero, al fin y al cabo, pensamos, pensé yo la primera vez que leí el álbum, una aventura de Tintín no se dibuja “porque sí”, o “para nada”: en ella siempre “pasa algo”, y “los malos” tienen que estar por alguna parte, preparando sus astucias. Pues no. Esta vez, no. Prende la intriga la segunda vez, con la desaparición de la esmeralda: “el lector convencional” se arrellana en su asiento, visiblemente satisfecho, sorprendido por la cantidad de páginas transcurridas hasta que “empieza el tomate” pero dispuesto a disfrutar de lo que parece el arranque, un poco retrasado, de “la verdadera aventura”. Para Hernández y Fernández, portavoces de un sector del público lector, la sospecha debe recaer inmediatamente sobre los gitanos, y Hergé tiene la genialidad de hacer que justo en ese momento éstos hayan abandonado el campamento y se hayan hecho al camino de nuevo. Las sospechas de Tintín, menos tópicas, recaerán un momento sobre el sufrido pianista, pero también esa parece una pista falsa (por lo demás, nuestra experiencia con el ingeniero Wolff nos enseñó a desconfiar de un jugador, presa fácil de turbios manejos e intereses ocultos…, pero no, esta vez se trata verdaderamente de una pista falsa, Igor Wagner es inocente). Una larga y penosa investigación se resume en una emisión de TV, deliciosamente coloreada, con paleta surrealista, por el ingenioso Tornasol (ni que decir tiene, que esta secuencia televisiva es mucho más hábil y entretenida que aquella otra que sirve de epílogo a
Vuelo). Finalmente, la Castafiore se va, la rutina regresa a Moulinsart, y por una rara “experiencia ajá” (
insight, llaman a esto en inglés), las piezas del puzzle encajan como por encanto en la cabeza de nuestro héroe, que toma la iniciativa y recupera la esmeralda. Final feliz. Recuerdo que de niño me divirtió bastante este álbum, y me sentí muy a gusto, pero al terminar no pude evitar pasar la vista por las portadas en miniatura de la sobrecubierta y me dije: “¡qué raro es esto de Tintín! ¡unas veces se salva un reino, otras se conquista la luna… y ahora no ha pasado nada!” ¿Me sentí burlado? No. Simplemente, muy sorprendido. Acepté la libertad del creador, del autor. Y creí que Joyas era sólo un descanso, un divertimento, una obra menor. Mis preferencias se orientaron hacia otros álbumes, allí donde había “verdaderas aventuras”, donde “pasaban cosas”. Y poco tiempo después, cuando leí mis primeras cosillas de tintinólogos, me sorprendió mucho que se considerara
Joyas como la cima del arte de Hergé. A veces se matizaba: junto con
Tíbet. ¡Qué raro! ¿No sería mejor escoger, digamos,
Asunto, o
Stock? Pasó el tiempo: llegaron la adolescencia, la primera juventud, la segunda juventud…, comoquiera que se llame lo que vino después…, y con otras lecturas, cierta experiencia como espectador de cine y de las artes…, acabé de comprenderlo. Poner a punto una comedia tan buena es muy, muy difícil (e ingrato: se tiende a admirar más una tragedia mediocre que una excelente comedia); la variedad y el entrelazo de los motivos, la dosificación del ritmo narrativo, el sentido de sutil reflexión sobre el propio arte, la cualidad “meta-artística” o “meta-poética” de este álbum permite releerlo a muchos niveles, a la luz de enfoques muy diversos. La nostalgia de los gitanos en la noche, la sucesión implacable de las escalas (las escalas musicales, la escalinata con su peldaño y la escalera oculta tras los arbustos), el tour para tintinianos por los rincones del castillo… Es una belleza, es una locura, es un logro endiablado. Y el dibujo, muy clásico y contenido (a pesar de que se insinúan ya en él primeros planos y arrugas de expresión que anuncian posteriores derroteros “postclásicos” del arte de Hergé), los colores, sedantes, de muy buen gusto, el lenguaje exquisito y divertidísimo. ¿Quién da más? O, por preguntarlo de otra manera: ¿se nos han olvidado ya los tiempos en los que un cómic, un sencillo cómic, podía ser tanto, hacer tanto por sus lectores?